Mañana se cumplen 42 años de la pelea entre Antonio Gómez y Shozo Saijo
Cierro los ojos y en un nada fácil ejercicio de memoria me parece tener congelada en la retina la imagen del Gimnasio Korakuen (conocido también como Metropolitan Gym), suerte de templo boxístico del Tokio de los años 70, repleto hasta el tope de expectantes espectadores, un minúsculo grupito de venezolanos entre ellos -no más de doce o quince- y veo también a Antonio Gómez cuando lanza, agazapado, su primer golpe, un largo, explosivo y certero jab que impacta en la barbilla al rey mundial de los plumas Shozo Saijo (o Saijyo), cuya cabeza se estremece y bambolea como si de un muñeco de cuerda se tratase.
(Son un poco más de las 7:00 de la noche del jueves 2 de septiembre de 1971 en la capital nipona, un poco más o un poco menos de las 6:00 de la mañana del mismo día en la lejana Venezuela. Podía haber sido algo menos de las 8:00 allá. Aunque realmente la hora es lo que menos importa cuando recuerdo y escribo. ¡42 años han pasado! ¡Cuánto tiempo y cuánta agua ha caído desde entonces, Antonio, cuánto tiempo y cuánta agua..!)
Después de aquella larga y seca izquierda el oriental de acá, el cumanés, dio unos pasos laterales, felinamente, mientras que el oriental de allá, el japonés, estiraba sus brazos y giraba repetidamente el cuello como para reponerse de la sorpresa inicial.
Entretanto, desde las dos esquinas resonaban los gritos de advertencia de rigor para los contrincantes. En la de Antonio, Hely Montes y Ramiro Machado, respectivos entrenador y apoderado, animaban y pedían cautela a su peleador en tanto que el «trainner» estadounidense Willie Ketchum, especialmente contratado por el segundo, seguía las acciones imperturbable.
Apenas transcurridos los primeros segundos de la vuelta, el retador disparó tres o acaso cinco veces más su jab y al recibir uno de ellos el monarca defensor, inesperadamente, trastabilló y cayó, con los botines hacia las luces, hacia el cielo.
Los 12-15 venezolanos presentes, Carlitos González, Oswaldo «Gato» Sánchez, Sixto Dorta -los únicos nombres que mi mente retiene. Creo que también se hallaba allí Delio Amado León, quien, al igual que los dos primeros ya no está con nosotros- todos ellos, saltaron eufóricos de sus asientos.
Pero nada definitivo pasó entonces: la caída fue dudosamente apreciada como un resbalón por el árbitro Alfredo Garzo, nacionalizado japonés, y la campana sonó para el fin de un asalto que concluyó sin otras mayores alternativas, si bien con Gómez ya como lo más parecido a un vencedor vista la solvencia técnica y la superioridad mostradas en aquellos tres minutos de la apertura del combate. Para el público, todo permitía presagiar un desenlace violento en cualquier momento, a favor del visitante.
Derecha poderosa
En este punto del relato debo asentar que sería un mentiroso si dijera que recuerdo con absoluta claridad todas las acciones del encuentro. Imposible. Se me ocurre pensar que ninguna mente humana estaría en capacidad de guardar, en su disco duro, la totalidad de un hecho acontecido hace nada menos que 504 meses. Repito: es imposible.
Por ello, para contarles el resto del cuento, valga la redundancia, me fui hasta un viejo diario y en una reseña de la agencia AFP leo, y transcribo de ella algunos párrafos: «La poderosa derecha de Antonio Gómez proporcionó hoy a Venezuela un nuevo título mundial de boxeo, el de los plumas, versión WBA, tras casi cinco rounds de una de las peleas más emocionantes jamás vista en Tokio. El golpe decisivo (…) vino en el quinto asalto cuando el campeón Shozo Saijo, era implacablemente castigado por la derecha del venezolano. La primera caída del japonés se produjo 30 segundos después del comienzo del quinto y último round, mediante un durísimo golpe de Gómez.
El japonés se levantó pero el árbitro desgranó la cuenta reglamentaria de ocho segundos. Gómez se lanzó entonces al ataque, persiguiendo a su rival por todos los rincones del tinglado hasta acabarlo con tres derechazos más». Fin. (No dice esa reseña, pero el detalle sí lo recuerdo, que antes de que el referí se interpusiera para detener la desigual confrontación -Saijyo se batió como un león, es justo acotarlo- desde su esquina el hermano del ya excampeón tiró al centro del enlonado una blanca toalla, como se estilaba para la época, que significaba la rendición)
Antonio Gómez, un modesto muchacho cumanés de 26 años, formado en un no menos modesto gimnasio de su ciudad natal bajo la tutela de ese gran forjador de peleadores que fue, como lo bautizaron sus alumnos, «el maestro» Hely Montes (por su sabiduría pasaron montones de estrellas del cuadrilátero, tales «Morochito» Rodríguez, Cruz y Alfredo Marcano, Pedro Gómez, José Luis Vallejo, Antonio Esparragoza, entre varios), era ahora el mejor 126 libras (57,152 kilogramos) del orbe, el indiscutido mejor peso pluma -el mexicano Vicente Saldívar reinaba en la versión del CMB, pero no le llegaba ni a las rodillas al nuevo soberano, créanme- en todo el universo de fistiana.
Se unía así Gómez al semicompleto mirandino Vicente Paúl Rondón y al coterráneo de Gómez, el superpluma Alfredo Marcano, para elevar a tres el número de boxeadores nativos con testas coronadas, cifra que aumentaría en noviembre del mismo año con el zuliano Betulio González, declarado campeón por el Consejo Mundial de Boxeo a raíz de la descalificación del mosca filipino Erbito Salavarría en el polémico fallo «de la botellita», los cuatro cetros resultaron efímeros, volátiles, pero esa es otra larga historia que no encaja aquí.
Faltaría decir que con la consagración de Gómez finalmente los aficionados de todo el país podían celebrar la conquista de un título en la división que por años habían soñado poder dominar, y que les había sido imposible conseguir a figuras de la talla del «Pollo» Simón Chávez, Oscar «Torpedo» Calles, Víctor Adams (Sonny León) en los años que iban de los ’30 al ’60; vale decir, una larga espera de más de 4 décadas.
En Tokio, una hora después de la pelea pensábamos en cómo estaría Venezuela y como suponíamos, Venezuela era una fiesta.
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